viernes, 23 de julio de 2010

Un día de playa cualquiera

Ir a la playa debería ser tan sencillo, y de hecho lo es, como llevar puesto el bikini, (bañador en su caso), una toalla bajo el brazo sobre la que tumbarte bajo el sol y algún bote de protección solar. Sin embargo a medida que pasa el tiempo, o me pasan los años por encima, ir a la playa se ha convertido casi en llevar una caravana a cuestas.


Cuando era niña y me acercaba a las playas de Carvajal en Fuengirola, (Málaga), sólo me preocupaba saber en qué coche iría, si en el mío, (un SEAT 124 blanco) o en el de mi tío, (un SEAT 124 burdeos). El resto no dependía de mí. Llevaba mi bikini puesto y de todo lo demás se encargaba mi madre. Ella llevaba las toallas, la comida, la merienda, las cremas, los juguetes, los manguitos, etc. Tampoco decidía la hora de llegada, (generalmente era al amanecer), ni la de vuelta, (siempre anocheciendo). Siempre nos duchábamos en la playa, por lo que la pelea por la ducha una vez en casa, no tenía lugar. Mis juegos en la playa eran los mismos de todos los niños de los 70. Pasaba el día jugando con mis primos, cogiendo cangrejitos en los espigones para luego darles la libertad, corretear por la arena buscando sandías semienterradas, hacer puentes y figuras de arena mojada, jugar a la pelota, al lazo, a subirnos a un hidropedal y esperar que las avionetas publicitarias lanzaran regalos. Una vez cogí una felpa amarilla que a la vez era unas gafas de sol. Comer ocupaba el mediodía. Bajo el toldete, que no era más que una vieja colcha atada con palustres de hierro, teníamos de todo. Comida en ollas, (pisto, cazuela de fideos, puchero...), comida fría, (tortillas de patatas, aceitunas, patatas, filetitos..), comida de barbacoa recién hecha, (pinchitos, chuletitas...), y después había que tomar fruta, para hacernos grandes, fuertes y valientes. Si había suerte, tocaba helado detrás. Durante las dos horas de guardar la digestión preguntábamos, como el Asno de Shrek, ¿falta mucho? ¿falta mucho? ¿falta mucho para poder bañarnos? Nos gustaba esa playa porque para que cubriera tenías que andar muchísimo. A mi primo y a mí nos parecían kms, por lo que nunca llegamos más allá de los hombros. Yo no sabía nadar, o no sabía hacerlo bien, (aún hoy me da respeto el mar), así que no me importaba no llegar hasta donde se bañaban mi padre o mi tío.



Cuando fui adolescente y comencé a ir a la playa con mis amig@s también adolescentes, en los ochenta, sólo me preocupaba de llevar la toalla y el dinero para volverme en el bus. Si iba a La Malagueta cogía el número 13 a la vuelta. La ida la hacíamos andando. Si iba a las Acacias o a El Palo, entonces iba andando hasta el parque, cogía el 11 y a la vuelta hacía lo mismo. No teníamos tanta pasta por aquel entonces como para pagarnos 4 autobuses. A veces nos llevábamos un bocata y un botellín de agua. En la heladería Lauri, que aún existe en Pedregalejo, nos tomábamos un helado de vainilla o de vainilla y chocolate. No éramos tan atrevid@s como para tomar un sabor nuevo. Hoy hay miles. Entonces no había tantos. Y costaba experimentar. Total, que con una mochilita bastaba para ir a la playa. Eso sí, los bikinis no se llevaban demasiado y todas andábamos en bañador, con la consecuencia de pasar el verano con la barriga tan blanca como un helado de nata. Por entonces La Malagueta era una playa larga pero estrecha, atrincherada por rocas. Profunda.



Después llegó la juventud. Aún me considero en esa etapa, aunque muchos dicen que de jovencita nada, que ya debo llamar a mi nueva etapa, madurita. Yo me encojo de hombros y sigo pensando que sigo siendo jovencita, pero no aquella que iba a la playa aún con la toalla en la mochila, el botellín de agua, las paletas, el balón inflable, el bocata, unas galletas de chocolate para la merienda, gafas de sol, (moderna ante todo) y una gorrilla, de visera, como llevaban todos. En esa época, alguna vez, llevamos una sombrilla. No para nosotras, si no para las bolsas. Nosotras nos tumbábamos al sol hasta achicharrarnos. Confieso que apenas me echaba protección, de ahí mis pecas actuales, en cara y hombros. No se llevaba mucho eso de ir embadurnada de crema y a mí me daba repelús mancharme las manos. Obviamente me despellejaba viva. Cambiaba de piel varias veces durante el verano. Eso sí, me ponía negra, como un conguito. No iba ni un día ni dos a la playa, no, teniéndola cerca hay que aprovecharla, y yo la pisaba casi a diario en aquellos veranos eternos de vacaciones. Nunca tenía que estudiar en verano, así que la playa ocupaba todo mi tiempo. Empezamos a llevar colchones para jugar en el agua, más que para tomar el sol sobre ella. Llegábamos a montarnos hasta cinco, como si fuera un caballo, y remábamos muertas de risa, siempre hasta donde se hacía pie, ese era el límite. Uno de los colchones se hernió. Lo llamábamos el colchón "herniao" y era nuestro favorito. Ningún otro conseguía hacernos reír tanto. Una vez también hubo una ballena inflable. En esa época empezamos a jugar a las cartas: el cinquillo, la brisca, el mentiroso... pero lo mejor de todo era jugar a las paletas, (palas). Empezábamos muy cerca una contrincante de la otra, peloteando sin botar en la arena. Poco a poco nos íbamos separando y rescatando alguna pelota del agua. A veces terminábamos rozando los límites de una playa con otra. Cada una en una punta, a lo bestia, lanzando la pelota con todas nuestras fuerzas. Muchas paletas se quedaron allí, en las papeleras de la playa, rotas, resquebrajadas. Vencidas. Abandonadas.


La juventud seguía. Las mochilas se iban llenando de más cosas. La vida también. Las amistades engordaban de anécdotas, complicidades y risas. De vida. Empezamos a cargar con alguna sombrilla, ya no sólo para las mochilas, si no para meternos, por rotación, bajo ella, a descansar del sol que empezaba a quemar más que antes. Nos atrevimos con alguna playa más lejana. Alguna tenía coche ya. Sin aire acondicionado. Eso llegó más tarde. Alguna se atrevía a llevar ya algún bote de crema solar. Alguna vez me dejé echar en la espalda. No era lo mismo volver a casa blanca, por efecto de la crema, que tostada, por efecto del sol. Preferíamos tostadas, claro. Las cartas seguían siendo un vicio. Llegó el chinchón. Jornadas de playa repartidas entre baños, paletas, comida, (generalmente bocatas y sándwichs, nada de elaboraciones como cuando era pequeña), helados, (polos normalmente. El mío un frac, siempre), risas y largas partidas de chincón, con sus correspondientes reenganches, hasta quedar sólo una, la ganadora. Esto a veces sólo ocurría cuando anochecía. Podíamos pasar horas jugando al chinchón, mordisqueando galletas, riendo hasta doblarnos en dos, explotando en carcajadas, para luego recoger "el campo" y salir pitando a ducharnos a casa y volver a quedar. Así eran los días de playa. Así eran los veranos. Alguna vez fuimos tantas bajo una misma sombrilla, jugando a las cartas, que sólo cabían bajo ella nuestras cabezas. El resto del cuerpo se desparramaba en las toallas. Desde una considerable altura parecíamos una margarita. Cada una de nosotras éramos un pétalo. Tal vez por eso me gustan tanto las margaritas, son fiel reflejo de aquellos días de playa, en los noventa y principios del nuevo siglo. Solía ir a Nerja. Aún lo hago.



¿Cómo afronto mis nuevos días de playa? Cargada. Risas. Cierto. Cargada. No siempre. La mayoría de veces. Los "porsi" se han adueñado de mí en mis viajes y en mis días de ocio. Ya no disfruto de veranos eternos y nada me gustaría más, pero a esta edad de juventud más madurita, el ocio no es disfrutable como antaño, sobre todo por la responsabilidad, por el trabajo, por las costumbres que se te clavan en los costados, por la pereza que se recuelga en la espalda como una mochila, porque los días son más cortos que antes y porque el sol ya no es el mismo, ni tampoco la playa, ni tampoco las personas, ni los tenderetes, ni los colchones, ni Nerja. Ni yo.



No piso la playa si no llevo tapones para los oidos. O la piso y no me baño. Son absolutamente imprescindibles para mí. Dinero. Siempre hay gastos o caprichos. Toalla, la de siempre, no la de siempre, pero sí la compañera estimada, sobre la que antes me tumbaba o sentaba, sobre la que ahora apoyo la mochila o simplemente me siento a comer bajo la sombrilla. La sombrilla. Más de una, si puede ser. Que no traspase mucho el sol, si puede ser. ¿Cremas? Factor 30 para la cara. Las manchas de antaño son imborrables, pero no queremos que surjan más. Factor 15 para el cuerpo. Factor 4 de rodillas para abajo, aceitosa, con olor a coco. Factor 10 para el pelo. Factor X para los labios. Total, una mochila dentro de la mochila, sólo para cargar las cremas. Gafas, por si el mar está claro observar las piedras del fondo o mis pies, con las uñas pintadas de negro, caminar por la arena marina. Gomilla para el pelo, felpa o gorro. El sol también es dañino para el pelo y los ojos. Gafas de sol negras. Las paletas se quedaron en los noventa, no hay lugar, aunque a veces las echo en falta. Las cartas. (No suelen salir del bolsillo de la mochila, donde también hay un cubilete de dados que ahora tampoco suelo usar). Una revista o un libro, un cuadernito y un bolígrafo. Pueden surgir muchas historias en la playa. Sobre todo muchos personajes. Unos escarpines, por si hay piedras que dañan al andar. Ahora hay que andar por la orilla. Es sano. Ahora me preocupa lo sano. Y la silla. No podemos olvidarnos de la silla, reclinable. La comida, seguimos con el bocata, o nos vamos a un chiringuito. Ahora cobramos a fin de mes y nos vamos a una playa lejana, nuestro coche, ahora ya propio, tiene aire acondicionado. Y llevamos la nevera con la bebida fresquita, y la fruta. Ya no tomamos helado casi nunca. Y un termo con agua. La mantiene fría. Y buscamos un hueco donde no se nos pegue una familia llena de críos chillones que pregunten ¿falta mucho para poderme bañar?, donde no haya tenderetes hechos con colchas y madres con ollas, preparando la comida y padres removiendo el carbón de la barbacoa.



Y me voy a pasar 3 días a la playa y parece que me voy de viaje. Añadir las cremas para después del baño. La facial hidratante, la Q10 reafirmante para el cuerpo, la tonificante, la anticelulítica y la de vientre firme y liso. Alguna más para los ojos y el pelo. Tal vez aún no sean del todo necesarias, pero viajan conmigo, en su neceser correspondiente.



Y lo mando todo a freir espárragos y digo que bajaré a la playa como antes, sin preocupación, sin nada a cuestas.
Y entonces cojo la sombrilla, y la toalla, y la revista, y los tapones, y los escarpines, y la gomilla del pelo, y las cremas, y el termo con el agua fresquita, y el gorro, y las chanclas, y el bocata, y las cartas, y el espejo por si me entra una pestaña en el ojo, y los dados, y la libretita... y miro a la silla y le digo:

Tú te quedas en casa, que hoy voy a disfrutar como antes, sin llevar casi nada a
la playa.




Y bajo y lo recoloco todo, y me tumbo en la toalla y pienso en mi silla mientras los niños corretean por la orilla, unas chiquillas juegan a las paletas y un grupo de adolescentes surfean sobre un colchón inflable, herniado.
I.M.G.
Posdata: Unas anécdotas están basadas en hechos reales, algunas en hechos observados, otras en hechos posibles, algunas más en hechos futuros, el resto en hechos simplemente.

8 comentarios:

  1. jajajjajajaj me identifico totalmente con esa infancia playera, amiga mía, en la que iba incluído el flotador con cabeza de pato y el bocadillo de nocilla o pan con chocolate para después de bañarnos. Recuerdo que me encantaba recoger conchas ( aún hoy soy de las que pasean con la cabeza gacha por la arena en busca de tesoritos) y los polos de hielo que nos zampábamos en algún chiringuito costero.
    En la adolescencia es cierto que se usaba el bañador y que todos lucíamos barriga blanca jajajjaja qué recuerdos...!

    Y hoy día voy a la playa cargada de petates, que si cremas, que si mi mini-botiquín, que si una novela para mientras tomo el sol, que si el mp3, que si aguita para no deshidratarse, que si el cepillo del pelo, que si... ufff
    y al final parece que vas de emigrante y no a disfrutar de una jornada playera.

    Saludos querida Isa

    ResponderEliminar
  2. soy miriam sierra,la novia de tu primo juani.estoy totalmente de acuerdo contigo.yo,hoy por hoy,me vuelvo loca cuando digo de ir a la playa,pues con dos niños ya se sabe,tiene que llevar una de todo.voy para 4 horas y parece que me voy una semana de vacaciones.y la crema...uff eso es lo peor,primero antes de salir de casa porque tarda media hora en empezar a hacer efecto y luego cada 90 minutos tengo que pelear con ellos para volver a ponerles y que aguanten 5 minutitos con ella antes de meterse en remojo.en fin,que prefiero la piscina,que la tengo en casa y me estreso menos.muchos besos y enhorabuena porque me encanta como escribes.

    ResponderEliminar
  3. Qué razón tienes Isa! Cuantos más años pasan, más nos cargamos de cosas para salir de casa. Y bueno, lo de las cremas es una pasada, yo antes tampoco me las echaba nunca y ahora no salgo sin ellas, pero es que también el sol es más dañino.
    Ayyyyy aquellos maravillosos 80...

    ResponderEliminar
  4. jajaja, me alegra saber que no soy sola la que lleva una caravana a cuestas cuando sale a tomar el sol y darse un bañito.

    También me alegra saber que las que vivimos los ochenta tenemos las mismas impresiones y casi los mismos recuerdos.

    Este fin de semana lo he pasado en playas gaditanas, en Tarifa, Bolonia y Zahara de los atúnes. Cada vez que bajaba a la playa desde el hotel, con la mochila, me acordaba de esta entrada del blog y pensaba que debería ampliarla, pero la dejaré así. Lo importante está. Osease: las amistades, las risas, la familia, la sal y la arena. Los complementos no varían, sólo se incrementan, ¿no?

    Besitos a todos y gracias por leerme y sobre todo por comentar.

    Isa

    Posdata: Myriam, muchos días de playa los pasé con mi primo Juani, desde que estaba en la barriga de su madre. Tengo muchos recuerdos suyos en Carvajal, pero él, probablemente, se acuerde poco. Era muy chico entonces. Besitos para la family.

    ResponderEliminar
  5. Compañera de celda26 de julio de 2010, 13:59

    Hola compañera de celda,

    y ahora más que nunca en estos maravillosos días de verano.
    Como sabes vengo de un sitio dónde la playa más que una cultura, es una religión. Mi religión.
    Yo también recuerdo aquellos días con nostalgia y muy relacionados con una gran pandilla de amigas de las que ya no sé nada.
    Es cierto que llenamos nuestra vida de cosas que no son tan necesarias, como las que portamos en la mochila al ir a la playa.
    Porque nos hacemos más precavidos, menos arriesgados, en fin, más viejos.
    Aunque yo pienso que el peso de la mochila no debe ser excusa para dejar de ir a la playa.
    Siempre fuí de las que llevaban pocas cosas, a veces ni dinero.
    Eso me hace sentir libre, al igual que mirar la línea que el mar forma en el horizonte. Sentir la brisa en mi cara y el olor a sal.

    El día que ya no sepa lo que es eso, estaré perdida.

    ResponderEliminar
  6. Querida compañera de celda,

    Me alegra que vuelvas a visitarme y también que el tema del mar y la playa te haya evocado recuerdos. Sé lo que adoras el mar y la playa, más que ninguno de aquí. (Con aquí me refiero a nuestra prisión de día). Los canarios teneis mucha cultura de playa, si hasta celebrais las fiestas navideñas o de año nuevo dándoos un chapuzón!!!

    Esa línea del horizonte que parece la misma para todos, a cada uno nos llama de manera diferente, a cada uno le cuenta historias que pasaron y lo anima a asomarse a las nuevas que vendrán. El mar es inmenso y misterioso, como la vida. Qué filósofas estamos hoy, día de Santa Ana. (Aprovecho para felicitar a todas las Anas de mi vida, que son muchas muchísimas, nunca suficientes).

    Las pandillas de amigas son indispensables a lo largo de nuestra vida y en la playa es donde se comparten vivencias que quedan marcadas, como tatuajes, en nuestro ser. Yo también tuve esa pandillas de amigas. Cada cual vive ahora la playa a su manera, aunque ya no las visitemos juntas, sé que en algún momento al mirar al horizonte, al oir las risas de las nuevas adolescentes, al ver a un grupo jugar a las cartas o lanzarse al mar con una colchoneta herniada, estamos todas juntas otra vez, mirando al mismo sol, bajo el mismo cielo, pensando a la vez.

    No creo en los finales cerrados.

    Ya no voy tanto a la playa como antes, pero no dejo de hacerlo tampoco. El peso de la mochila no tiene importancia, los años te dan más fuerza para llevarla. Seguiré metiendo cosas, colgándomela al hombro y tirando pa la playa, con mis amigas, las de antes, las de ahora y las de siempre.

    Besitos

    Tu compi de la celda 327.

    ResponderEliminar
  7. Isa, me encantan tus crónicas. Esta playera da para un capítulo o dos de "Cuéntame".

    Bsines
    L;)

    ResponderEliminar
  8. jejeje, gracias Loli. Al releerla me he dado cuenta de que mis 37 años son verdaderos y no ficticios...

    Besitos y ya puedes ir a nuestra página a ver mi new look. Buenas noches.

    Isa

    ResponderEliminar